sábado, 29 de diciembre de 2007

El sueño de Angelita, II

II. EL MIEDO

Lo peor comenzó al otro día. Al salir en la mañana, desde el momento mismo en que Angelita cruzó la puerta, se dio cuenta de que el día estaba descompuesto. No era la primera vez, así que no se preocupó demasiado, pero sí siguió caminando con los libros bajo el brazo, con los sentidos todavía templados y temblando, y con la íntima seguridad de que era un hecho irrefutable el que no se debería vivir todos los días.

No había cruzado todavía la esquina después del parque cuando reconoció el problema: del otro lado del parque, subiendo desde la esquina del pino viejo, venía ella caminando. Ella misma. Suspiró. No es que la hubiera estado esperando ni nada parecido, pero de alguna manera el día malditamente descompuesto la tenía preparada para algo por el estilo. No se le doblaron las rodillas, pero la impresión logró desestabilizarla sobre su centro de gravedad. La miró mientras caminaba calle arriba como se mira a un viejo conocido que, sabemos, no nos va a saludar; traía la expresión distraída y taimada de quien no sabe qué ocurre. La odió por eso; se odió también, por supuesto. Suspiró otra vez y pasó de largo como si no pasara nada. El resto del día fue normal, si es que puede llamarse normal un día de mierda. A lo mejor sí se puede.

La noche siguiente la pesadilla no volvió, pero sí se repitió permanentemente, esa y las noches que vinieron, la extraña sensación de que, mientras dormía, yacía exánime sobre una lancha apenas mecida por el viento que rizaba el agua. También una angustia irrefrenable antes de que fuera vencida por el sueño. Y al otro día, el calambre en las piernas al salir a la calle, el temor de que al final del parque apareciera de nuevo ella subiendo por la calle bajo el pino, caminando inocente bajo el frío de la mañana. Al verla, al confirmar que era ella y no otra, sintió el relámpago en el estómago y el abismo bajo los pies que se niegan a dar el paso siguiente. El mismo fervor enajenado, la certeza del frío de la madrugada que sube ya sin resistencia por la médula. La horrible evidencia de que la pesadilla es la vida.

¿Qué puede decirse —o hacerse— en estos casos? Al cabo de varios días, el asunto se le convirtió en uno más de los anodinos tormentos cotidianos. Eso no quiere decir que no la molestara, que no postergara todo lo posible el momento de llegar a su cama, o el momento definitivo de cruzar el umbral de la puerta. Lo intentó todo: un chorro de whisky dentro de la leche antes de dormir; gotas de valeriana, cáscara de manzana... O salir más temprano en de su casa, usar la puerta del garaje, cambiar de ruta. Nada. No le quedaba más que procurar ignorarse, como un dolor que desaparece bajo los efectos paliativos de una aspirina. Como decidir no abrir el cajón donde guardas una vergüenza, pero por junto al cual se pasa de día o de noche y, sin mirar, se roza con una pierna, con una mano, con el pelo, como por accidente, y que al final no sabes si lo tocas para saber si se ha ido o para confirmar que todo se encuentra en su lugar. Otra linda evidencia de las pesadillas: no hacemos más que reconocernos en la confusión absurda de sus recovecos.

Entonces decidió enfrentarla.

(Continúa)

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