sábado, 29 de diciembre de 2007

El sueño de Angelita, I

I. EL SUEÑO

Todo comenzó la noche en que Angelita devoraba con disfrutada angustia uno de sus fragmentos favoritos de Moby Dick. En él, Melville describía lo que ella consideraba la imagen misma del terror: la emocionante y casi sobrenatural aparición sobre la superficie del agua del imponente cachalote blanco: el mar omnipotente inflamándose sobre el lomo; el rugido de las olas que se levantan por el movimiento alrededor del frágil esquife de los cazadores, que parecía siempre a punto de partirse bajo el filo de los golpes del agua. Y atrás el Pequod, siguiendo a sus hombres desde la distancia como una gallina temerosa de la suerte de sus agitados polluelos.

Obsesionaba a Angelita la oscura referencia de que nadie, ni siquiera el espíritu de un muerto al encontrar al primer fantasma desconocido en el otro mundo, siente una emoción más fuerte y extraña que el hombre que rema por primera vez sobre el miedo: neither of these can feel stranger and stronger emotions than man does, who for the first time finds himself pulling into the charmed, churned circle of the hunted sperm Whale. Cerró el libro después de leer el final de la frase y con decisión apagó la lámpara de pie que la miraba desde el lado de su cama.

Un problema tenía Angelita, y era que no conseguía conciliar un sueño profundo después de leer más allá de que la lectura invitara a la somnolencia. A pesar de que el cansancio la agobiara, si había leído en la cama más de una hora antes de caer dormida, sus sueños solían repetir en forma de pesadillas escenas arbitrarias que repetían el ritmo de lo que fuera que estuviera leyendo. Esta noche su sueño inquieto fue obra del tejido infame del neurótico e hipocondríaco marinero que fue Herman Melville.

En el sueño, se mantenía la aterradora sensación de estar frágilmente sostenida por la madera sobre la superficie convulsa del agua mientras a sus pies emergía el asombroso lomo pardo de un pez desconocido que, sin embargo, ejerció una irrefrenable atracción sobre todos sus sentidos. Las manchas redondas y perfectas como las de una pantera le daban la apariencia de un felino, pero la certeza de una aleta que se abría desvergonzadamente como un abanico agitado por una mano de mujer ante sus ojos, entre amenazante y provocativa al mismo tiempo, mantenía en vilo todos sus sentidos. Una escena horrible y arrobadora que duró toda la noche: el lomo marrón, túrgido y brillante de los peces cuando giran y golpean con la cola, agitando el agua como una amenaza; las manchas que se abrían y se cerraban como ojos que la miraban desde la profundidad; el abanico arrogante y espinoso, abriéndose mil veces y una sola.

¿Es que acaso no son encantadores los sueños?



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