domingo, 13 de enero de 2008

SIETE

Un par de noches después de que Sandro soltara la bomba en mis narices, él y Angelita vinieron a mi casa. Nada de sorpresas esta vez; todo planeado y organizado, como correspondía a la situación. Se trataba de algo parecido a una presentación en sociedad, pensé en ese momento, porque a pesar de que Sandro y yo no fuéramos, por esa época, más que amigos —digo, no éramos primos o hermanos, nada irremediable—, la inercia o la fatalidad de la vida nos había llevado a pasar más tiempo juntos del que en principio hubiéramos imaginado. Además, Sandro no tenía una relación demasiado estrecha con su familia, que de hecho no vivía en Bogotá, por lo que yo, a pesar de la diferencia de edad, me había convertido en su punto de referencia en esta ciudad, en una especie de hermano mayor de esos que sí se escogen.

Llegaron a eso de las ocho, cumplidísimos. Yo no estaba listo todavía, pero como soy un completo inepto para la cocina, Angelita se había comprometido a cocinar para nosotros. No había problema. Sandro, caballeroso como siempre, dejó que Angelita entrara primero. Yo hice mi mejor sonrisa de complicidad. Ella me miró, se sonrojó un poco y me dio un abrazo. Recordé entonces por qué me gustó desde la primera vez que la vi, y que tenía muy claro nuestro primer encuentro, pero eso no podía decírselo a su futuro esposo.

La primera vez que la vi no estaba vestida de ocres, como hoy, sino de verdes. Yo vivía hacía poco en este domicilio y, entre cansado de organizar los libros en la biblioteca y aburrido de no haber salido ni siquiera para almorzar, decidí ir a buscar un café y algo de dulce. Si no como algo de harina y de dulce entre las cuatro y las seis me da una úlcera mental. Entré a su local por casualidad, fue el primer lugar que encontré en mi camino de donde salía olor a café, y sólo adentro me di cuenta de que allí podía encontrar en un solo sitio harina, cafeína y películas viejas. Me llamó la atención el acuario de la pared. Enorme, con unos bichos de colores y otros oscuros, horribles y enormes que no creí pudieran ser de verdad.

—¿Le gustan los acuarios? —dijo a mi espalda.

—No. Para nada —le contesté mientras me volteaba. Ella estaba recostada en el mostrador, con un delantal terracota y el pelo que ajustado en una bola desordenada un poco más debajo de la coronilla gracias a un par de palillos chinos. Nunca he podido resistirme a este peinado de las mujeres. Les ilumina el rostro y les da un aire de informalidad y sofisticación a la vez que siempre me ha parecido particularmente seductor, sobre todo cuando un par de mechones caen descuidadamente sobre las orejas. Hoy sé que no hay nada de descuido en ese peinado, pero los palitos chinos siguen pareciéndome muy chic. De cualquier manera, me recuperé rápido y continué hablando, para no ponerme en evidencia:

—Sólo pensaba en que no deja de sorprenderme que haya gente que está dispuesta a pasar tanto tiempo pendiente de estos animales. Es más, podría decirle que no termino de entender a los dueños de las mascotas. Esto, por ejemplo. No sé, estoy seguro de que siempre hay mucho que hacer: cambiar el agua, medir la temperatura, medir el nivel de oxígeno en el agua. Además, está el asunto de la muerte; tiene que ser horrible sacar el cadáver de un pescado de estos del acuario una vez que se muere…

—No es tan grave —sonrió ella sin ningún tipo de coquetería —ni tan difícil. Acá tengo tiempo de sobra. Además, me trae buenos recuerdos. ¿Qué quiere tomar? ¿Un café?

Yo me quedé mirándola hacer mientras pensaba: “perfecto: ésta es una mujer que me gusta y con la que definitivamente no tendría nada”.

Ahora, un par de años más tarde, era yo el que la recibía a ella, y a su novio, mi amigo. Así de fácil cambian los papeles en la vida. Los hice entrar y Sandro levantó un par de bolsas del supermercado. Muy satisfecho de hacer tremenda entrada con esta mujer a su lado, me dijo:

—Hermano, ¿dónde dejo esta vaina?

—Ahí, sobre el mesón de la cocina. ¿Y qué vamos a comer?

—Carne —dijo Angelita— Sandro me dijo que usted era carnívoro. Acompañada de un arroz delicioso que preparaba mi mamá; tiene champiñones, queso, aceitunas y un par de cosas más. ¿No come algo de ahí?

—No, por mí está perfecto. Yo abro el vino.

Y Angelita tomó posesión de la cocina como si siempre hubiera cocinado allí. Eso me gustó.

Sandro asumió su condición de copiloto culinario. Picaron. Partieron. Licuaron, revolvieron y calentaron. Los dos. Al alimón, como un buen equipo pobre de nado sincronizado. Mientras hacían —Angelita siempre a la cabeza y Sandro convencido de que ser su segundo era lo mejor que le podía pasar en la vida— se daban de comer en la boca, se reían de chistes que yo no alcanzaba a oír y, en algún momento, cuando ya no sabía yo dónde ponerme en mi propia casa, se decidieron a mostrarme sus habilidades como malabaristas. Resulta que Angelita había salido en alguna época con un tipo que hacía malabarismos —para sobrevivir, pensé yo: como todos—, y le había enseñado a hacer un par de trucos. Primero tomaron los tomates, y llegaron a conseguir que tres de ellos estuvieran en el aire. Después, osados, probaron con los huevos. Sandro, claro, entusiasmado por la gracia, dejó caer uno al piso. Apostaría a que fue a propósito. Entonces Angelita se rio de verdad, y se apresuró a poner sal sobre el huevo despanzurrado en el piso. “Es la mejor manera”, dijo. “Después se recoge mucho más fácilmente”. “¿No era esa la del vino?” dijo Sandro, mientras se agachaba y le quitaba el pelo de la frente.

Qué cuadro. Se les veía bien. Sandro se veía bien. Parecía un tipo nuevo. La miraba como si tuviera décadas de conocerla. Era curioso; ambos mantenían todavía ese temblor en los dedos y en los labios de quienes no han hecho aún un hábito de besar y acariciar al otro, pero se miraban como si llevaran mucho tiempo estando juntos. ¿Caminaban todavía inseguros y nerviosos por ese difícil límite que hay entre el desconocimiento y el engaño, o simplemente se deslizaban por el tobogán de la felicidad cutánea, de la excitación fácil y la risa rápida? No sé. Conozco a algunos que piensan que éste es, precisamente, el mejor momento del amor. Otros, más conservadores, aseguran en cambio que lo mejor es lo que viene después, cuando la sangre se enfría y la frivolidad de la infatuación ha pasado, cuando se consigue entre los dos algún tipo de equilibrio y se pierde el temor a mostrarse sin restricciones ante el otro, y fiarse además de sus imperfecciones. Yo, personalmente, no tengo idea. Creo, eso sí, que una relación entre dos seres humanos nunca es fácil y nunca deja de ser frágil. Que somos hijos del momento, y que, por lo tanto, aquel a quien creemos conocer mejor que a nadie, puede en las circunstancias adecuadas convertirse en un cabrón. Y que, es cierto, las vibraciones de la piel nos hacen bailar como a mono de organillero, pero que esta música es frágil e inconstante, por lo que bien pronto vamos a clavar la cabeza en la almohada un domingo al final de la tarde mientras confirmamos, otra vez, que el sexo definitivamente está sobrevalorado. Así, el amor no puede estar en una teoría, en un momento o en una etapa. El amor, si está en alguna parte, está en lo que se inventa, en lo que se hace todos los días para ignorar el cansancio, la muerte y, sobre todo, el aburrimiento.

—¡Tuco, sirva más vino!; vea que la abstinencia del cigarrillo me dio con sed —rugió Sandro, quien para entonces ya fungía como el hombre de la casa.

Angelita, que revolvía una olla con una salsa que olía a dioses mediterráneos, lo miró con severidad y una sonrisa. Y yo me acerqué, obediente y botella en mano.

—Claro, que sí, Sandro. Usted hoy es el que manda.

***


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