domingo, 13 de enero de 2008

SEIS

Angelita se paró frente al espejo. Se miró la cara: ojeras. Otra vez había dormido mal. No superficialmente, había dormido profundo, como quien cae en un pozo sin fondo. Pero no se sentía liviana, como cuando dormía limpiamente. Sentía la cabeza densa, pesada, y los párpados le caían sobre los ojos como si fueran una tela metálica. Eso le pasaba cada vez que dormía con la almohada sobre la cabeza. Los vecinos habían estado de rumba y, bueno, apenas comenzó a sentir la música y las risas se dio cuenta de que si no se cubría la cabeza con la almohada iba a pasar una noche de perros. Y se durmió. Casi inmediatamente. Pero de inmediato cayó, eso creyó recordar frente al espejo, al pozo sin fondo del cual solo salió en la mañana cuando el sonido del despertador la fue sacando de la oscuridad, como si fuera una cuerda que se recogiera y de la cual estuvo colgando, como un péndulo en caída libre, toda la noche.

Pasó las manos por la cara y por el pelo. Se lo cogió con una mano el pelo y tomó agua de la llave. Se miró otra vez. ¿Qué había soñado? Había sido un sueño espeso. Oscuro. Había un pez, mucha agua… tal vez su imagen en el espejo, que se acercaba y ser alejaba… También, estaba segura de que no era la primera vez que soñaba lo mismo. Llevaba varios días con la incierta sensación de que el sueño se repetía. Las mismas imágenes, el estremecimiento de un temor informe que se había repetido durante varias noches hasta la anterior, cuando inexplicablemente parecía haberlo solucionado de alguna manera. No recordaba, sin embargo, nada más preciso; cualquier recuerdo concreto disolvía en vaguedad la somnolencia. Cada día, desde más de dos semanas atrás, parecía estar siempre agotada. Quería dormir permanentemente, no importaba cuántas horas durmiera en la noche: ocho, diez, doce incluso. A medio día cerraba la tienda y volvía a su casa a almorzar. Comía muy frugalmente (desde que comenzó su embarazo comía muy bien en el desayuno, poco al almuerzo y sólo golosinas a la comida) y dormía una hora. Podía dormir más, pero se obligaba a despertarse ir a la tienda, no es que el negocio anduviera tan bien. Y al regresar, seis, siete de la noche, el cansancio la obligaba a recostarse un rato en el sofá y a dormir mientras veía el noticiero. A eso de las ocho, se despertaba como si fuera el comienzo del día, hacía lo que tuviera pendiente y se acostaba a leer, a ver alguna película hasta que, de nuevo, quería dormir otra vez. Esta mañana, igual que ayer, le dolía un poco la cabeza. También las tetas. ¿Le habían crecido ya? No estaba segura. ¿Y la barriga? No. La barriga no. Aspiró y expiró dos veces. Nada; todo parecía estar en su lugar. Tenía que volver a trotar en las mañanas, y olvidarse del queso y las pelis hasta muy tarde en la noche. Había pensado salir a trotar esta mañana, pero no se sentía con fuerzas para hacerlo; además, se le había hecho tarde. No. Trotar no. Desayuno, sí. Huevos. Jamón. Galletas de avena. Muchas galletas de avena, y café.

Dejó salir el agua de la ducha y, mientras calentaba, volvió al espejo. Se miró las orejas. Siempre había pensado tener las orejas grandes, por eso trataba de cubrirlas con el pelo. Se veía fatal pero se sentía peor. ¿Qué le pasaba? Algo le pesaba en la mitad del pecho, pero no sabía qué. ¿El trabajo? ¿Un par de encargos que no encontraba por ninguna parte? ¿Que iba a llover y había dejado su paraguas en el almacén? ¿O tal vez el hecho de que estaba embarazada e iba a casarse de un tipo que si bien la divertía y la hacía sentir cómoda y segura las más de las veces, no tenía ni idea si era lo que sus amigas llamaban “el hombre de su vida”?

El vapor de agua sobre el espejo le recordó a qué había entrado al baño. Decidió pues, que su inquietud era el resultado de un mal sueño, se cogió el pelo con un gancho y entró a la ducha.

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