domingo, 16 de marzo de 2008

OCHO

Ya había dicho que Sandro era profesor. Trabajaba desde hacía cinco o seis años en la Universidad Católica, y había fantaseado, desde el primer día, con acostarse con alguna de sus estudiantes. Pero hasta ahora no lo había hecho, más porque no había sabido ponerse en ello que porque no hubiera tenido oportunidad de hacerlo. Donde quiera que alguien guíe y otro siga, una proscrita atmósfera erótica invade el ambiente.

¿Era esto o algo diferente lo que hacía que Sandro esperara con avidez de goloso el comienzo de cada nuevo semestre? No se necesita llegar a mi edad, ni siquiera a la de Sandro, para saber que el deseo sexual es, por divertido, uno de los mejores ejercicios de la imaginación; tampoco, que la imaginación se exacerba con la prohibición, provenga de donde provenga. ¿Y hay algo más prohibido que el incesto? Debe de ser por lo que aún queda de vecindad entre la enseñanza y la paternidad, entre la instrucción y la crianza en las relaciones entre profesores y alumnos, por lo que unos fantasean con los otros: por pura perversión. O, tal vez, simplemente porque es divertido poner el mundo patas arriba, y porque seducir será siempre la mejor manera de poner el derecho del revés. No sé, y creo ahora que no importa demasiado. El hecho es que el hombre disfrutaba de cada periodo académico como un niño frente a un televisor.

También dije ya que Sandro podía llegar a ser torpe en lo que respecta a las mujeres. Por lo menos a la hora de seducirlas, porque conocer a cualquiera de sus amigas equivalía a querer enamorarse de ellas inmediatamente. No Sandro. Él prefería amistarse con ellas nada más, del mismo modo que un pistolero le pone el seguro a un arma; igual que un ladrón guarda algo muy preciado en un cajón, lejos de sus propias manos. Adicionalmente, tenía un pésimo tino para buscar amantes, y se procuraba las mujeres más volubles, las más inestables, las más brutales. O sus meras ideas, pues iba constantemente de rechazo en rechazo, fantaseando puerilmente con cuál sería su próxima victimaria, y sin superar nunca la periferia táctil de sus conquistas. ¿Es de sorprender, entonces, su gusto por la pedagogía? En ninguna otra parte como en una clase las mujeres están tan cerca y tan lejos de un hombre que es su profesor, tan dispuestas y tan definitivamente puestas en otro mundo, en un mundo al que él no pertenece y en el que por ningún motivo puede tener cabida. En un plano metafísico, digo, porque la realidad siempre es a otro precio.

Para Sandro, cualquier estudiante que respondiera al perfil físico que perseguía como si reprodujera un modelo, era una oportunidad erótica. ¿Por qué no habría de hacerlo? Además de estudioso y patológicamente organizado para trabajar, Sandro era un formidable orador. Tenía la habilidad de saber reconocer de una ojeada la situación de su interlocutor, y de llevarlo, paso a paso, hasta donde se proponía en cada una de sus lecciones. Y ésta es con seguridad la mejor manera de llevarse a alguien a la cama.

Además, no debe subestimarse el poder de la piel. Más vale el riflazo de un centímetro cuadrado que el bamboleo de 100 cúbicos. El deseo viene del volumen, de la imagen que tenemos del volumen, más bien. De la superficie y la textura llana de la piel, que promete complicidades, intimidades y desafueros imprescindibles, la verdadera lujuria.

Las pieles blancas de sus estudiantes fueron, año tras año, semestre tras semestre, una invitación para Sandro, categorizador de tiempo completo, que las clasificaba con la misma facilidad que a cualquier otro asunto. Aún me parece oírlo —días antes de todo el asunto con Angelita— pontificando al respecto, de pie, como un predicador, con un trago en la mano.

Teorema 1 de Sandro respecto a la vanidad de las mujeres

Las mujeres pueden dividirse según la parte de su cuerpo de la que estén particularmente orgullosas, que lucirán sin recato. O con recato pero sin pausa.

Corolario

No hay ninguna mujer, no importa el éxito que tenga entre los hombres que la rodean o cuánto se dedique a su propio cuerpo en forma de gimnasio, cirugías o dones divinos, que considere que todo su cuerpo es hermoso. Y pueden dividirse de la siguiente manera:

1. Mujer bandera

Es aquella que está convencida de la armonía y la belleza de su rostro. Tienen el centro de gravedad en la hipófisis y procuran caminar con su cara al aire, como una bandera. Siempre están atentas a conseguir un buen peluquero que les garantice un marco adecuado al motivo de su vanidad y, por lo tanto, de sus ser.

2. Mujer mascarón de proa

Estas mujeres son, por lo general, terminaciones nerviosas de su talle, como su hubiera una cuerda invisible que las llevara de las tetas. Lucen, como guarnición, la piel de los hombros o de los brazos, pieles inmaculadas como si nunca hubieran visto el sol, y siempre dispuestas a un buen mordisco.

3. Mujer anclada

Agarrada al mundo por la rotundidad de su culo, de sus caderas o de sus piernas, avanzan basculando de aquí a allá, seguras sobre el suelo que pisan. Para ellas, la pelvis va por delante, y la piel se escurre como un chorro de pintura. Son de muslos seguros, largos, turgentes y sabios. Y sus pantorrillas son como un gato: suaves, atentas y aventureras, siempre listas a pegar un salto. Pueden ser las más honestas, pero también las más arteras.

4. Mujer sombra

Y están aquellas que no creen tener ninguna particularidad digna de admiración. Se procuran silenciosas o discretas, a pesar de que en ocasiones pueden pararse en un púlpito y gritar arengas, las más de las veces cargadas de lo que pocos quieren escuchar o de lo que no debe ser dicho. Prefieren, pues, ser sombras de sí mismas, y son tímidas y particularmente sensibles al reconocimiento. Siempre retraídas, incluso cuando gritan, prefieren situarse atrás, un poco a la derecha: detrás de sus ideas, de sus logros, de sus miedos; incluso detrás de un hombre o de sí mismas. Creen jugar siempre de visitante y están esperando un milagro para que el mundo dé la vuelta.

Eso decía Sandro. Y podía seguir. Marino y aventurero frustrado, tenía gran capacidad para las fantasías y alucinaciones, y en verdad demasiado tiempo libre.

Además, lo suyo, lo de Sandro, era el pecado que se escondía tras un detalle. Más que un conjunto armónico, un buen par de tetas o de piernas, tenía que haber un fragmento, una parte: algo casi siempre enfermizo, una característica levemente patológica, para que él enfilara todas sus baterías imaginarias en una de ellas. Así, era preferible un detalle que brillara —un hueso demasiado salido, una piel radicalmente blanca, de arroz, con algo de coquetería infantil, como de niña sin padre o un problema de actitud — a una mujeraza cruzando una pierna en frente de su mesa. Para él, enseñar era asistir diariamente al ensamble de sus propios laberintos mentales gracias a la propuesta de quienes tan cándidamente asistían y, tenía que reconocerlo, desfilaban, por sus clases de Antropología Cultural i y ii en la facultad de Psicología.

Sandro, pues, consideró a cada una de sus estudiantes como una oportunidad erótica desde el primer día, a pesar de que en cinco años difícilmente había pasado de coquetear inocuamente con algunas de ellas. Sandro era —es— un tiro en clase, pero sufre de una penosa enfermedad en lo que a mujeres se refiere que es de lo más común en tipos como él: el auto sabotaje. Fue así como permaneció, prácticamente virgen de sus estudiantes, hasta el momento que Titina puso mortalmente los ojos en él.

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