domingo, 6 de abril de 2008

DIEZ

Sandro nunca había hecho bien nada bajo presión, pero estaba en su territorio, o por lo menos eso pensaba. Así que trató, con éxito, de evitar esos dos ojos azules y procuró, infructuosamente, concentrarse en el tema de su clase del día de hoy. A la entrada de Titina, divagaba con algún éxito acerca de las consecuencias de la última revolución femenina y de su consecuencia en las minorías afro-colombianas después de las últimas leyes que ponían de manifiesto la controversia por la práctica del aborto. Decidió pasar entonces, gracias a una maniobra tan elemental que él mismo se ruborizó al hacerla, a ilustrar sus teorías con algunos poemas sufí de última generación que sabía de memoria para impresionar a la recién llegada.

El ardid pareció surtir efecto, pues el silencio más absoluto se había instalado entre sus estudiantes y Titina buscaba con afán algo dentro del gigantesco bolso rosa que tenía a su lado. ¿Una libreta? ¿Una de esas computadoras manuales que tenían casi todas sus estudiantes?

Al rato, un rato largo, en el que Sandro casi perdió el hilo de sus propias ideas, Titina, triunfante, encontró en el fondo de su bolso: su teléfono celular. Y fue uno solo el instante en el que la mujer lo esgrimió como si se tratara de un arma y que el aparato comenzara a chillar con una aguda voz electrónica que reproducía alguna canción de moda. Sandro calló, sorprendido, y se quedó mirando a Titina, lo mismo que todas las demás estudiantes de la clase.

Ella, solo aparentemente avergonzada, se quedó mirándolo con sus ojos fríos y apenas después del segundo repiqueteo, sonrió como si se tratara de una travesura infantil y dijo lo suficientemente fuerte como para que toda la clase escuchara: “Qué pena, profe”. A continuación, y con la misma tardanza con la que había entrado, tomó su bolso tan rosa y recorrió el camino que había hecho hasta su silla unos minutos atrás. El timbre del aparato seguía sonando aun cuando ella había cruzado la puerta, y Sandro tuvo que respirar fuerte para retomar el hilo de sus ideas. Pero era tarde, su momento había pasado.

Como pudo, le dio cualquier final a lo que recordaba estaba diciendo unos minutos atrás y cerro la clase. Al rato estaba solo en el salón, organizando sus apuntes y sus libros para ponerlos en la maleta. “Hay veces la mierda confabula a favor. Otros, en contra”, se dijo, recordando un fragmento de una mala novela que leía por esos días. Se cruzó la maleta sobre el hombro derecho y salió al pasillo. Estaba lloviendo. Decidió entonces dar un rodeo por las escaleras de la parte de atrás del edificio para evitar la lluvia hasta el parqueadero. “No llovía hace tiempo, justo hoy, que tengo el tiempo contado para recoger a Angelita en el médico; me nos mal salí temprano de clase. ¿Por qué será que la ciudad enloquece con la lluvia? Parece que lloviera fuego”. Eso se decía entre el tercer y el segundo piso, cuando tuvo que hacer un movimiento brusco con sus pies, casi un salto, para evitar pisar algo color rosa que se atravesaba en su camino. Se trataba del bolso de Titina, con Titina y todo, que hablaba todavía por el pequeñísimo aparato extendida junto a su maleta y con la espalda recostada en la pared, muy concentrada en lo que le decían del otro lado del teléfono. Sandro iba a evitarla pero prefirió gastar dos segundos de su vida en grabar en su memoria las dos puntas cremosas de su cadera entre el jean desteñido y la camiseta blanca.

Ya la dejaba atrás cuando oyó otra vez su voz. “Profe, profe, ¿tiene cinco minutos?” Sandro se detuvo y se volvió. Entonces sintió la vibración de su propio teléfono en el bolsillo. Una vez. “Hola. Eh… ¿cinco minutos?” Dos veces. Tres veces. Miró automáticamente su reloj para ya sabía qué iba a decir. Otra más. “Mierda. Angelita. Bueno, son cinco minutos. Igual, aún debería estar en clase”.

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