sábado, 14 de noviembre de 2009

TRECE

Esa fue la primera vez que Angelita fue a mi casa. Me sorprendió, claro. No tengo que decir que a mi edad procuro tener bastante control de quien llega o no a mi casa, hombres y mujeres, particularmente mujeres. Pocos saben donde vivo, y menos son invitados a entrar a ese lugar que con el tiempo se ha convertido, a fuerza de no salir salvo para lo estrictamente necesario, en una especie de fortaleza supermánica, un reducto en el polo norte; un bien logrado santuario neurótico.

Llegó antes del medio día, a esa hora infame en la que me acosa la culpa por no haberme decidido a levantarme más temprano; después de haber leído y dormido hasta media mañana; después de desayunar y arreglar la habitación y puesto a andar el lavavajillas, pero antes de que la máquina se detenga y de haberme metido a la ducha. El timbre de la puerta me sorprendió pues nadie había sido anunciado, y después de preguntar quién era, le abrí la puerta envuelto en una bata blanca, afortunadamente recién sacada de la ropa limpia.

Tuve que reconocer que Angelita estaba radiante. Siempre he sabido ver cuándo una mujer está encinta. La mayoría, así lo ignoren aún, brillan. Parecen cubiertas por una particular luminosidad; como si estuvieran muy tranquilas, como si pensaran siempre en algo muy agradable, como si llevaran días durmiendo bien. Después de oír las sus protocolarias disculpas –no había nadie en la portería, la puerta exterior estaba abierta y nunca llegué a escuchar mi teléfono móvil–, la hice pasar a la sala, y escoger el lugar que le pareciera más cómodo. Escogió justo la esquina del sofá en la que Sandro me había contado que estaban embarazados.

–Lo siento, tenía que hablar con alguien.

Entonces detuve el lavavajillas y, consciente de repente de mi casi desnudez debajo de la bata, me disculpé, le ofrecí un té y le pedí diez minutos mientras subía de a dos los peldaños de la escalera.

–¿Tiene galletas de avena? –contestó ella, tan tranquila.

Manejo en verdad muy mal este tipo de sorpresas.

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