lunes, 5 de mayo de 2008

DOCE

Hace algunos años, apareció en los periódicos una curiosa noticia. Un hombre murió al ser embestido por un toro… al salir del ascensor del edificio donde vivía. Nada: el hombre salió, como todos los días, de su casa. Subió al ascensor y mientras bajaba los cinco o diez pisos que lo separaban del primero, debió de abrir su portafolio y revisar algunos papeles que debía llevar al trabajo. Terminó justo cuando la puerta se abría y, cuando buscaba en el bolsillo la llave de su carro o el dinero para pagar el taxi que lo llevaría hasta su trabajo, se dio cuenta de que una masa enorme y armada se le venía encima. Nada que hacer. ¿Qué pensar en un momento como éste? Poco, supongo. Ver al toro y recibir el golpe debe ser más o menos la misma cosa. Pero debe de haber un instante entre lo uno y lo otro en el que el hombre comprendió su pequeñez en el vasto orden universal.

Algo así debió de haber sentido Sandro al encontrarse con la mirada de Angelita, sólo que la que salía del ascensor era ella y el que entraba al edificio era él. Tarde. Ella había asistido al examen de su hijo y todo había ido perfectamente. Sola. Él, en cambio, había tenido una predecible charla con Titina en la que, palabras más, palabras menos, ella se había disculpado por llegar tarde al curso y le prometía asistir cumplidamente a cada una de las clases que faltaban. Bla, bla bla. Lo extraordinario había sido la ropa interior de la niña. Allí, sentada a la altura de sus rodillas, tenía un brassiere de pepas fucsia tras la camisa blanca. Fueron las pepas fucsia más que su preocupación de profesor comprometido (¡ni uno menos!) las que lo llevaron, suave y lentamente, como de la mano, hasta la cafetería de la de Derecho, la más acogedora, a negociar, tras dos cafés, la manera más apropiada en la que Titina se pusiera al día con su clase, que a ella le parecía “importantíiiiisima en su formación”. Cuarenta minutos más tarde había decidido —tan grata había sido esta charla— que se encontrarían el apartamento de Sandro… no, mejor en el de ella, que quedaba muy cerca de la universidad, para repasar lo que habían hecho durante este primer mes. A cambio, el sacrificado docente solamente exigía un almuerzo casero, eso sí, preparado con todas las de la ley pues Titina se preciaba de ser una cocinera casi profesional. Sandro siempre había sido un tipo de lo más fresco y un profesor descomplicado y amigo de sus estudiantes. Claro, Sandro había llegado una hora tarde a su cita con Angelita, y en vez de haber estado con ella, de la mano, mientras la ecografía resbalaba, vino a toparse con su mirada, de golpe, justo al abrirse la puerta del ascensor.

—Hola, Sandro.

—Hola, Angie… ¿Ya estuvo? ¿Cómo te fue? ¿Cómo está todo?

—Bien. Todo en su puesto.

—Qué pena… no alcancé a llegar… tuve un problema con unos estudiantes que no habían llegado al curso… y tuve que organizarles las lecturas hoy.

—Ya. No hay lío.

—¿Ya te desocupaste? Vamos a comer algo. Te invito.

—No, no puedo. Tengo que ir al almacén…

—Vamos, te acompaño. Yo puedo trabajar allá; al salir, vamos a comer algo.

—No. Quedé en comer con mi tía, no nos vemos hace rato.

—… Oye, discúlpame. En serio. No pude llegar antes.

—Yo sé, Sandro. El trabajo es el trabajo. Anda, déjame en el café y ve a hacer tus cosas.

La vida está llena de momentos Kodak.

***



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