miércoles, 14 de noviembre de 2007

CINCO

¿Cómo reprocharle nada a Sandro? Tenía toda la razón. La gente se embaraza a cada rato. ¿Y entonces? No encontraba, pues, ninguna justificación para tenerlo sentado en mi casa a las casi diez de la noche, mirando al techo y fumándose un cigarrillo que había jurado no encender. Ya. Me fui de frente.

—Compadre, ¿quiere decirme qué tiene que ver tener un hijo con casarse?

Me miró como si estuviera mirando un cachorro de ornitorrinco.

—No entiendo —insistí— su amante está embarazada…

—…No le diga así.

—Vale. Su novia está embarazada. ¿Y qué? ¿Tiene que casarse? No veo por qué.

—¡Cómo por qué! Es lo que tengo que hacer. Es lo que un hombre tiene que hacer en estos casos. Y ya le dije, Tuco. No tengo veinte años.

(Pausa) Siguió:

—Usted puede haber escogido esta vida, Tuco, pero no a todos tiene que servirnos, qué pena.

Está bien. Ahí estaba el comentario. Era evidente que Sandro no pretendía decirlo de esa manera, pero fue así como lo dijo. Yo me quedé callado un segundo, como si estuviera asimilándolo (“Esta vida. Esta vida en la que la comodidad es la única religión y en la que el silencio es Dios. Esta vida en la que la inercia, más que una posición, es una propuesta vital, bla, bla, bla…” , todo lo que debería haber pensado de estar pensando algo). Una vez superada la pausa dramática, volví a lo mismo.

—Y Angelita, ¿qué dijo? Porque me imagino que ya sabe que se va a casar.

—Sí, sí sabe. Lo pensé mucho tiempo, Tuco, pasé un par de noches sin dormir, pensando qué decirle y cómo decírselo. Al final me decidí por un clásico. Reservé mesa en un restaurante carísimo, no le dije nada para que fuera una sorpresa. Compré una camisa y un anillo con un zafiro y un par de diamantes pequeños.

—Linda la cosa. All the toys, pero no fue un clásico lo que escogió, fue un romántico.

—Esto es serio, Tuco, no se burle. Estoy haciéndolo lo mejor que puedo.

−Ok…, ok… ¿Dónde fueron?

−Fuimos a La cebolla roja, camino a Guadalupe. La recogí a las ocho, media hora antes de la reservación. Ella estaba de negro con un enorme pendiente color jade y llevaba el pelo ondulado. Usted sabe cómo se ve Ángela cuando se peina así. Nos demoramos una eternidad. Estaba lloviendo y el puente de la Séptima con 127 para tomar la Circunvalar estaba imposible. Lo están arreglando otra vez. Por el camino, me contó que Juan, un amigo suyo, la había invitado a un matrimonio. Yo le pregunté, por decir algo, por qué, si el Juan éste sabe que somos novios, no me había invitado a mí también. Creo que el comentario no le hizo mucha gracia. ¿Sabe qué me dijo? Que no estábamos en posición de hacernos ese tipo de reclamos, o a algo así… Que cada invitación a un matrimonio es carísima, que el plato, que la champaña, que la torta enorme, que cada torta de matrimonio vale millones de pesos…yo no sé. ¡Estaba furiosa! Yo traté de defenderme, ¿me entiende? Le dije que no se trataba de eso, que no es que yo quisiera que me invitaran, tampoco, pero que ahora que éramos novios sus amigos tenían que aceptarlo, vernos como una pareja. Entonces me dio por ser completamente sincero y ahí fue donde la embarré. Le dije que lo que creía era que Juan estaba enamorado de ella, y que por eso no me tragaba. Es decir, que no me había invitado a su matrimonio por cagarse en mí porque yo estaba con ella. Se me salió. Es que el hombre evidentemente ve por los ojos de Angelita, Tuco, debería verlo. Es un pusilánime de esos que ama en silencio, que no se atreve a decir una palabra y opta por ser el mejor amigo. Ahí sí fue Troya. Angelita se puso furiosa y se quedó mirando por la ventana. Al rato, me dijo que cómo se me ocurría, que precisamente la invitación de Juan era A-SU-MA-TRI-MO-NIO, no una fiesta para caerle a ella ni para desquitarse de mí, que nunca más volviera a decir una cosa de esas porque, o si no, no íbamos a poner estar juntos. Y que si iba a estar en esa actitud toda la noche, mejor no íbamos a comer ni nada. Y se quedó callada un buen rato. Toda la subida por la Circunvalar ella callada y yo con el anillo dentro del bolsillo. Aun al llegar no había logrado que me hablara otra vez. Le juré que entendía que yo había sobreestimado la cuestión, que en realidad no era para tanto, que seguramente lo de Juan era problema mío porque nunca me había acabado de caer bien, pero que como era tan linda, seguramente si yo fuera uno de sus amigos también me enamoraba de ella. Sólo entonces volvió a mirarme y pudimos entrar al restaurante cogidos de la mano.

Ordenamos, comimos, pedimos dos ginebras y ta-taaaaaaan… saqué el anillo. Ella me miró con cara de niña, se le llenaron los ojos de lágrimas y me dijo que no tenía que hacer eso. “Hacer qué”, le dije yo. “Eso, casarte conmigo por obligación.” “No es por obligación, claro que no es por obligación”, le dije, y la abracé. Ella se salió del abrazo y me dijo: “En serio, Sandro. Yo puedo hacerme cargo del niño. Y no estaría quitándote del medio. Serías el papá, estarías ahí siempre, todo lo que se te ocurra, pero casarnos no es la única opción. ¿Sabes qué? Inclusive prefiero que, si la razón por la que quieres que nos casemos es que yo estoy embarazada, mejor no nos casemos. En serio.” “No me has entendido –le contesté− Es porque quiero. No hay otra cosa que quiera hacer en este momento.” ¿“En serio”? “En serio. Te lo juro...” Me miró un rato, como midiéndome, y al final me sonrió con una mirada tan dulce que no le puedo contar.

Sólo entonces lo del matrimonio fue un hecho, Tuco, pero si quiere que le diga la verdad, fue al revés de cómo esperaba. Puede sonar raro, pero a pesar de lo que esperaba fue como si…

−…Como si se quitara un peso de encima…

−¡Sí!, como si me quitara un peso de encima, ¡pero yo esperaba que fuera al contrario!

−Claro. En teoría, casarse implica un peso: el del compromiso, el de la responsabilidad de ser un hombre de familia, el de la monogamia, yo no sé…; pero acá el problema no era si casarse era pesado o liviano, sino que usted no tenía ni idea qué iba a hacer, qué quería hacer, eso era lo que no lo dejaba dormir. En cambio, al decidir que se casaba, más a allá de las dificultades o las maravillas que pueda tener el hacerlo, ya estaba tomada la decisión, y por lo tanto ya estaba solucionado el problema.

−Sí, el asunto puede ir por ese lado. Además, Angelita lo entiende perfectamente. ¿Sabe qué hizo después? Al otro día me mandó un video. Acá lo tengo.

Sandro sacó la memoria del bolsillo, la conectamos al televisor y apareció Ángela en la pantalla, en un cuidadoso primer plano. Efectivamente, el negro, el jade y el pelo le iban de maravilla. Una pausa de dos segundos después de afinar la grabación y le explicó lo que le preocupaba al Sandro ausente, a la cámara que debía ser Sandro. Y yo no era más que un voyeurista de lo más común.


Sandro: Sí, me caso contigo. Voy a ser tu esposa. Pero no quiero echarlo a perder. Quiero una relación, no un matrimonio. Por lo menos no un matrimonio como el que tuvieron mi papá y mi mamá, que se casaron, casi estoy segura, porque nació mi hermano mayor. Yo no quiero eso. No quiero terminar olvidándome de mí por tener un hijo y un marido.


¿Sabes qué creo? Que muchos matrimonios no funcionan por culpa del cine y de la televisión, que siempre crean imágenes del amor perfecto. Lo veo todo el día: la atracción perfecta, el sexo perfecto, la felicidad perfecta. Raras las películas que no. Fantasías. Alucinaciones. Crecimos idealizando esas fantasías y nos comimos el cuento de que las cosas deben ser suaves y que tienen que darse sin mayor trabajo. ¡Pienso que es la mentira más grande que como generación nos hemos creído!


Nadie hace dinero sin trabajar duro, a menos de que sea muy de buenas o muy inescrupuloso; nadie se gradúa de profesional sin haberse sacrificado, sufrido, cedido. Entonces, ¿por qué nos empeñamos en que el amor ha de ser diferente? ¿Por qué nos empeñamos en pensar que todo tiene que ser gozo y debe fluir suavemente, sin mayor esfuerzo? El amor requiere sacrificios, tiempo, libertad, trabajo duro, esfuerzo, sueños…


Queremos llevar una vida de solteros absolutamente narcisista después de casados: ¡error! Queremos que la pasión se mantenga intacta con los años: ¡error! Queremos que el dinero nos alcance para la vida ya para la rumba diaria: ¡error! Queremos tomar decisiones independientes, sin contar con lo que el otro quiere: ¡error! Queremos que no nos salgan arrugas, queremos que a la mujer no se le caigan las tetas después de tener chinos, que al hombre no le salga barriga con los años y que le sigamos pareciendo igual de atractivas que el primer día, que los niños no berreen ni den lata, que el apartamento tenga todo último modelo, todo eso y en paquete. Unas ideas estúpidas sacadas del cine, del marketing, de lo que se supone “debe ser”. Nos hemos dejado adoctrinar más por las imágenes que por la Iglesia, y nos ufanamos criticando cómo los curas nos han querido lavar el cerebro, cuando otros nos lo lavaron y nos generaron más conflictos para la vida con sus ideas de pantalla.


Me da mucha tristeza ver cómo nos hemos vuelto de exigentes, egoístas e incapaces de dar más de lo que recibimos. ¿Cómo esperar que un matrimonio funcione de esa manera? Yo me caso con usted porque le creo, Sandro. Pero no me decepcione.

Soy Su Esposa.


La pantalla se fue a negro y nos quedamos los dos callados otro rato. Ahí fui yo el que prendió el cigarrillo.


Sandro, hermano: ahora sí se la pusieron difícil.


***

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