sábado, 29 de diciembre de 2007

El sueño de Angelita, III

III. LA GUERRA AL FIN


Al otro día, en vez de procurar evitarla o ignorarla, como había hecho hasta ahora, Angelita decidió esperar a que se cruzaran y optó por seguirla.


Lo usual. La mañana fría. Los libros bajo el brazo. La mirada al frente. Cruzar la puerta, el acto más valiente que puede emprenderse cotidianamente. ¿Y si no venía?

Nada: ahí estaba. Ahí venía. Traían un sombrero oscuro calado atrevidamente hasta los ojos, el pelo suelto sobre los hombros, un vestido entre azul y púrpura que les llegaba los tobillo, un collar de plata grueso hecho de muchas cadenas pequeñas —como el que podría llevar un guerrero después de haber dado muerte a muchos hombres en el campo de batalla— del que caía un pendiente que colgaba como un premio: un pez de plata también, arqueado en el esfuerzo de salir del agua, que blanqueaba más la mañana, un abrigo oscuro y unas botas de caña alta que Angelita vigilaba tercamente con los ojos.

No se escondió —hubiera sido un poco idiota—, solamente se cruzaron, esperó que ella pasara y con un giro de los talones se puso detrás de ella. Caminaron igual que todos los días. Tomaron un bus. Recorrieron la ciudad, una detrás de la otra, igual pero al revés.

Mirar su propia espalda: esa era una experiencia nueva. Notó su pelo desarreglado debajo de la coronilla: nunca había podido peinarse ahí. Lo arregló con la mano derecha, mientras que con la izquierda se acomodaba el sombrero. Caminó como si fuera su propia sombra: eso era algo que todos deberíamos probar en alguna ocasión.

Se vio trabajar en la tienda. Se vio almorzar. Se vio coquetear un poco con un hombre que entró buscando una película difícil de encontrar. Se vio dirigirse con paso resuelto al apartamento de Sandro, esperar a que éste le preparara algo de comer. También besarlo largo en la boca hasta tenerlo, sobre la alfombra, a sus pies; erguirse ante él, entre su rostro encendido y la chimenea, con las piernas un poco abiertas para que el hombre pudiera disfrutar dos segundos del ímpetu del fuego a través de la tela de su vestido. Se vio dejarlo dormido durante la madrugada y volver a su casa en un taxi silencioso que parecía conducido por un fantasma.

Esa noche llegó exhausta, ni siquiera encendió las luces, subió las escaleras y cayó, sola, sobre la cama, a esperar a que amaneciera.

Al otro día se levantó y, contrario a su costumbre, se quedó tumbada sobre la cama largo rato. ¿Qué era lo que le molestaba? No habían hecho más que seguir su rutina más o menos cotidiana, nada extraordinario había ocurrido. ¿Qué le molestaba, entonces? No era, estaba segura, la experiencia de la usurpación: es difícil sentir su espacio usurpado por ella misma: difícil pero posible. Pero no, no era eso. ¿Entonces?

Tres cosas sacó en claro Angelita:

1. No era, a pesar de que se viera como tal, su propio rostro. No era su mirada. Ocultaba un fuego extraño en esos ojos afilados de amarillo: miraba como si reconociera todas sus debilidades de un solo golpe, como sólo se mira a un enemigo.

2. Había algo en su manera de caminar que la retaba. Era como si le estuviera diciendo siempre: “Ven; sígueme que nunca podrás alcanzarme”. ¿Quién se había creído? Y,

3. Había, definitivamente, algo en la manera de comportarse de ella que le molestaba profundamente. Una soltura que ella misma nunca había tenido, tal vez. Una profunda sensación de autonomía y de independencia que, a pesar de que siempre había deseado, nunca había obtenido del todo. Y ella sí lo tenía.

Entonces comprendió.

Como una autómata, se levantó de un golpe de la cama: sabía, sin saber por qué, qué tenía que hacer. Salió de la ducha en un par de minutos y se vistió con lo primero que encontró en el armario. Afuera, la mañana gris pesaba sobre las cabezas de todos, así que tomó un gorro de lana y una bufanda que colgaban inermes del perchero y se armó con ellos como quien se apresta para una batalla.

Esta vez no dudó al cruzar el umbral. Dio los dos pasos que la separaban de la calle con una seguridad que no le sorprendió. Avanzó por la acera y la vio venir. Quiero decir, se vieron venir: del otro lado, la mujer del gorro y la bufanda detuvo su camino para verla acercarse, como si esta vez fuera ella a quien le tocara esperar.

Una llovizna gris que comenzaba a asperjarlo todo les había ya humedecido el rostro cuando se encontraron una al frente de la otra. Después de mirarla a la cara como si se tratara de un espejo, alargó la mano sin ningún tipo de vacilación y apresó con la mano la figura del pez plateado que pendía del cuello de la otra. Después de mirar a la mujer una fracción de segundo a los ojos —intervalo durante el cual todo pareció detenerse a su alrededor—, trajo la mano hacia sí hasta que el cordón del que pendía la figura se reventó haciendo temblar el mundo. Lo acunó en su pecho, dio media vuelta sobre sus pies y regresó a su casa debajo de un chubasco que se desgajaba como si se hubiera contenido una eternidad.

Después de llegar a su casa, calada hasta los huesos por el agua y por el frío que te recorre hasta la médula y que te hace reconocer tu casa en tu casa, se metió entre la tina, tomó un baño de agua muy caliente y espuma, y durmió como una bendita exactamente hasta el otro día a la misma hora. Entonces se levantó con esa hermosa determinación recién estrenada, y salió de su casa con una maleta pequeña en la mano y el pez pendiente sobre el pecho.

Soñar, Angelita volvió a soñar, pero en los sueños acuáticos que tuvo de ahí en adelante era ella quien llevaba los remos y el timón. Y si bien volvió a enfrentarse con uno o dos monstruos, desde ese momento fue ella quien decidió cuáles eran los que estaban a su altura.


***

No hay comentarios: