lunes, 24 de marzo de 2008

NUEVE

Titina


Titina, como le decían sus amigas a Cristina Eugenia Vargas Calderón, era flaca, muy flaca, y apenas llegaba, con dificultad y un ojo generoso, a los 160 centímetros. Era una mujer inconsciente y difícil. Particularmente con respecto a los hombres. Siendo casi una niña, se enamoró hasta la médula de un hombre mucho mayor, mayor incluso que su padre, y demasiado parecido a él —de hecho se trataba de su mejor amigo—. Y ante la evidencia de que él nunca dejaría a su esposa, decidió, primero, hacerle la vida imposible y, después, vengarse en los demás hombres que encontrara en su camino. Después del caos que produjo la confesión de su absoluto e imposible amor en su familia, se había ido no solamente de la casa, sino también de la ciudad. Vivía, pues, en Bogotá desde hacía más de cinco años, de los trabajos que encontraba por ahí y de de una estrecha mesada que le habían asignado papá y mamá, y que ella había terminado por aceptar a regañadientes no sin antes dejarles caer algo así como “Está bien; que sirva para que alivien en algo su culpa”. Titina era apasionada, insegura, desorganizada y terrible cuando se enfadaba: cada puerta de su pequeño apartamento —dos, en realidad— tenían las marcas de su temperamento. Había pasado por tres carreras antes de llegar a psicología y, a pesar de que pasaba de los 25, tenía cara de 17 y dientes de 32, no tenía ninguna vergüenza en decir que había entrado a la carrera para tratar de entenderse mejor. Y de pronto era sincera, pues era voluble como una reina e inescrupulosa con sus amigas, sus amigos o sus amantes. Tenía un par de enormes ojos azules y un desordenado pelo negro que llevaba a la nuca, como un niño malo, y al que cuidaba más que a su propia vida.

Sandro se fijó en ella desde la primera vez que la vio. Llegó tarde —dos semanas después de haber comenzado el semestre y veinte minutos después de que él hubiera comenzado la charla de ese día— y se sentó en la primera fila a pesar de que tuvo que pasar por sobre las piernas de 15 estudiantes más y las maletas abandonadas en el piso de la mayoría de ellos. Lo hizo, además, sin ruborizarse siquiera y sin pedir permiso. Nada. Avanzó hasta la silla que estaba más cerca de la pequeña tarima desde la que Sandro hablaba y se sentó con las piernas muy estiradas. Se quitó la chaqueta y se acomodó el pelo mientras el resto de la clase —Sandro incluido— permanecía en silencio. Después, simplemente lo miró como diciéndole: “Bueno, y ya que estoy acá, ¿qué va a decir hoy? Pleeese: que valga la pena”


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