lunes, 5 de noviembre de 2007

CUATRO

¿Cuáles son los resortes que mueven a un hombre? ¿Qué es lo que de repente lo lleva a tomar decisiones, acertadas o totalmente descabelladas? Una mañana estamos ahí, tranquilos espectadores, haciendo parte del mundo y ¡zas!: decidimos. Actuamos. Invadimos. Nos retiramos. ¿De dónde viene esa fuerza? ¿Cuál es su extraña naturaleza? Están los crédulos: “Yo sé. Yo quiero. Yo puedo”. Están los entusiastas: "¡Ahora o nunca!" Para ellos es cuestión de ritmo, saber cuál es el momento justo de entrar al lazo. Y están los escépticos, para quienes no hay más que aburrimiento: “¿Por qué no ahora? ¿Por qué siempre? ¿Por qué todavía?”

Sandro no era ninguno de lo tres. Ya dije que era profesor. ¿Y entonces? Nada. Era un hombre promedio tratando de sobrevivir como mejor podía. Un hijo de su tiempo, como quien dice.

Con lo del bebé…, esa era la clave del asunto. Ya estaba claro, el problema no era el matrimonio, era tener una amante embarazada. O un hijo en proceso. Es diferente tener una novia, pensar en vivir con ella y que el matrimonio venga a cuentas: “Ya sabes, mis papás” “Pero si no es tan complicado, vamos a un juzgado y ya.” “¿Cómo me vas a presentar a tus amigos: «ésta es la guacha con la que vivo»? No señoooor” “Si estamos bien, ¿por qué te da tanto miedo dar ese paso? Claro: es tu eterno pavor a comprometerte”. “Sí, vamos a firmar unos papeles, pero todo va a seguir igual entre nosotros.”

Pero el matrimonio, la idea del matrimonio, siempre hay que tomársela muy en serio. Recuerdo a Irene. Encantadora, compleja y ardua: tuve que perseguirla durante más de un año para que accediera a tomarse un café conmigo, y lo logré de la única manera que no había intentado: dejando las cosas en sus manos. Irene era —es todavía, supongo— fría como solamente pueden ser las mujeres cuando están seguras de que pueden estallar a su gusto, como granadas que han dejado caer el seguro. Fotógrafa y publicista, poco menos de treinta y cinco, era talentosa, independiente, inteligente, terca y ambiciosa, y su buen ojo, su infalible ojo de sabueso, contrastaba con su particular dificultad para decir, para hablar o para escribir. “La elocuencia del fotógrafo”, solía decirle para atormentarla. Fue en algún momento entre mi primer y mi segundo matrimonio. Llevábamos viéndonos como dos años, y de hecho estábamos viviendo juntos algo así como diez meses. Nos llevábamos muy bien, ella se iba y yo la esperaba; el apartamento sin ella era la inminencia de su regreso. No necesitábamos de hablar mucho para entendernos, y su palabra era la verdad para mí, la claridad, el mundo hecho certeza. Un día surgió el tema. Era un domingo por la mañana, estábamos viendo una película —repetíamos por enésima vez Eternal Sunshine of the Spotless Mind— y se me ocurrió preguntarle cuándo regresaba de su próximo viaje. Irene solía estar fuera de Bogotá dos o tres días a la semana pues debía estar constantemente solucionando los problemas que superaban las capacidades de sus esclavitos en Miami o Cartagena. “No sé —me contestó—. El martes o el miércoles, pero de cualquier manera, no creo que llegue acá.” La respuesta me sorprendió, pero preferí ver qué seguía. Supongo que mi silencio y mi dedo congelado sobre el control remoto la obligaron a dar una explicación. “Sí, es que no tengo aquí casi ropa. Tengo que pasar por el apartamento; además, hace rato no veo a mi hermana.” Irene se había establecido con su hermana seis años atrás, desde que llegara de estudiar de nueva York. No eran almas gemelas, pero sí tenían una buena relación y ninguna de las dos estaba mucho en la casa; además, Irene, que hacía buen dinero cada mes, le ayudaba a mantener la casa a Carolina, artista y sacerdotisa Nueva Era que no siempre tenía con qué pagar la renta. No es que me sorprendiera su decisión de pasar unos días con su hermana, no tenía nada de raro, pero algo en el tono de su respuesta y en la pesada atmósfera que se tomó la película, el cuarto y el apartamento, me hizo sospechar. Era extraño, pero ella, que nunca se disculpaba, había soltado una frase que sonaba a disculpa; era como si me estuviera castigando, y yo no sabía por qué. Detuve la película y me recosté sobre el codo derecho de tal manera que quedé mirándola con cara de “Ajá…”. Ella, sin siquiera mirarme, tomó de mi mano el control remoto, volvió a dar inicio a la película y remató con un magistral: “Además, yo ya no sé cuál es mi casa, y eso me trae un poco jodida”. Touché. Yo quedé de una pieza, tan sorprendido que perdí la capacidad de hablar, de pensar, de oír y de ver por un buen rato. Jim Carrey y Kate Winslet peroraron sin sentido un rato más, no sé cuanto, hasta que todo acabó. Ya sé. Ya sé que era el peor momento para quedarse callado. Ya sé, ahora lo sé y tal vez entonces también, que un silencio de mi parte justo en ese momento equivalía a avalar sus dudas, a confirmar sus peores sospechas. ¿Qué puedo decir? En momentos como ese quedo mudo. No porque no sepa qué decir, eso es lo más fácil: “¿A qué te refieres? Ésta es tu casa. Tu casa es donde yo me encuentre, ¿Qué te hace dudar de ello?” Y seguir la pita: pregunta, silencio, pregunta, monosílabo, pregunta, respuesta a medias, beso, pregunta, diálogo… Pero por alguna razón sentí que no era el momento. No sé, tal vez los dos sabíamos más de lo que éramos capaces de decir o de pensar. Además, estamos hablando de Irene, la elocuente Irene, quien solo abre la boca cuando el asunto está cocinado, así que era muy probable que la sentencia sólo fuera un síntoma de un asunto denso y largamente enrollado en su cabeza, por lo que seguramente ya había decisiones al respecto, solo que yo las ignoraba. Al poco tiempo, después de un viaje particularmente largo en el que no hablamos ni siquiera por teléfono, regresó en la camioneta de su hermano, me invitó civilizada y fríamente a almorzar y allí, mientras un mesero traía dos jugos de mandarina me dijo, como si se le escapara: “Hace unos meses te hablé de casarnos. Tú sabes que a mí no me importa gran cosa la fiesta o la ceremonia, pero sabes cómo es mi familia, especialmente mi abuela. Y tú te lo tomaste a broma. Entonces supe que lo nuestro no iba a prosperar.” ¡A prosperar! ¡Usó justo esa palabra! Escasamente recuerdo el incidente. Yo había por fin firmado los papeles de mi primer divorcio y hablábamos acerca del matrimonio. Y claro que me lo había tomado a risa: yo, estimulado por haber obtenido el divorcio después de muchas dificultades, y amparado en el pobre papel de marido que había desempeñado en mi matrimonio, bromeaba, un poco cínico, un poco obtuso, acerca de la condición de esposas de ciertas mujeres y de mi miedo cerval de volverme a encontrar con una de ellas en la vida. Irene, en cambio oía. Oía y tomaba nota atenta de cada palabra que yo decía. Eso fue todo. Después del jugoso almuerzo, llegamos al apartamento y sin decir mucho más, y recogió todo lo que consideraba suyo. Debo decir que yo mismo le ayudé a empacar. En silencio, nos despedimos como cómplices. Cómplices en la frustración, en la desilusión, en la soledad y en el egoísmo. Desde entonces no hemos vuelto a hablar. Es como decía, la idea del matrimonio hay que tomársela muy en serio.

Pero estaba el hijo, y un hijo es otra cosa. Un hijo es el único problema filosófico verdaderamente serio.


***

Lea la siguiente entrada: CINCO.

1 comentario:

Wilson Fernando Torres dijo...

Amigo

"fría como solamente pueden ser las mujeres cuando están seguras de que pueden estallar a su gusto, como granadas QUE han dejado caer el seguro."?

Siéntase en libertad de censurar este comentario obsesivo-compulsivo.

Ciao